CUADERNOS 7
Desafección política y sociedad civil.
Parecería que queda muy lejos aquella España que avanzó con ilusión en su proceso de transición hacia la democracia y apostó de forma casi unánime por una radical modernización de sus estructuras políticas, sociales y territoriales. En su quinto aniversario, la crisis ha provocado algo más que la aparición de formidables problemas de índole económica e institucional; ha devenido también en una crisis social de gran calado que nos deja una sociedad fragmentada e insegura. Con el agravante de que nadie parece señalar un camino hacia el que dirigir los esfuerzos, una nueva organización de la convivencia en torno a la cual enhebrar un consenso. Con el reciente órdago soberanista del gobierno catalán, y una posible deriva similar en el País Vasco, a la pregunta de “¿adónde vamos?” se añade ahora la de “¿quiénes somos?”, la de la misma definición del sujeto nacional. No es una tarea fácil enfrentar la gestión de la crisis económica cuando al mismo tiempo se pone en cuestión el propio fundamento territorial sobre el que habíamos asentado nuestra convivencia.
El diagnóstico de la situación es, desde luego, desalentador. Medidas de austeridad y reformas del Gobierno que adolecen de improvisación y falta de pedagogía, y escasas respuestas de la oposición, perdida en su búsqueda de un perfil propio y en encontrar un equilibrio entre la crítica y el empuje hacia la formalización de acuerdos. No puede sorprender, pues, el divorcio creciente entre ciudadanía y políticos, que está conduciendo a una casi completa pérdida de confianza en estos y en las instituciones. Un dato debe retenerse: desde hace décadas, los análisis periódicos de la opinión pública española no han registrado tan alto grado de alejamiento entre la inmensa mayoría de los ciudadanos y lo que ellos consideran como “clase política”. La confianza es el recurso imprescindible para el funcionamiento de la democracia, ya que sobre él se trenza todo el delicado tejido de la legitimidad. Cuando se debilita o se pierde, provoca el escapismo ciudadano y la desresponsabilización hacia lo público.
La imagen final que transmite nuestra democracia es la de insuficiente liderazgo en el gobierno y en la oposición, indefinición de la arquitectura sobre la que edificar la acción política y un sentimiento generalizado de “fatiga civil” y desafección política. Fatiga civil que se traduce en una situación de desmoralización creciente en importantes sectores de la población, en particular entre los jóvenes y los sectores más afectados por la crisis —pero no sólo en ellos—, alimentando un sentimiento de ausencia de futuro y desesperanza y de indignación. Hay riesgo de desánimo colectivo y de fractura social, con multiplicación de muestras de des¬contento en nuestras calles y creciente desapego hacia las instituciones y la política sistémica.
Desesperanza reforzada por el convencimiento de que no es mucho ya lo que podemos hacer por nosotros mismos, que las políticas de austeridad impuestas por los países del núcleo duro del Euro nos han ubicado en un escenario de pura dependencia externa e impotencia. De modo que a nuestra habitual dependencia de la acción de las administraciones públicas, —uno de los rasgos negativos de la cultura política de nuestro país—, se uniría ahora este otro conjunto de limitaciones externas, que anularían nuestra facultad para buscar alternativas.
El resultado, en definitiva, es justo el opuesto al observado durante y después del proceso de transición hacia la democracia: un país carente de autoestima, a la defensiva y sin resortes aparentes para “reinventarse” y salir del lugar en que se encuentra.